En el corazón de la península ibérica, donde los caminos se entrelazan como hilos de destino y la tierra misma susurra secretos antiguos, yace la Mesa de Ocaña. Sus senderos serpentean entre colinas y valles, ocultando cuevas que se funden con la naturaleza o que, con manos humanas, fueron esculpidas en la roca, creando refugios para aquellos que ansiaban la tranquilidad y el anonimato.

A lo largo y ancho de esta comarca, en cada rincón y pueblo, se entrelazan historias y leyendas, como hilos de una misma tela tejida con misterio y nostalgia.

La cueva está al lado de la casa de Reillo situada en la calle de Santiago.  Actualmente, la casa de Reillo y la cueva de la Yedra forman parte de casas diferentes, pero no queda claro si décadas atrás pertenecieran a un mismo edificio.

La fachada de esta casa susurra secretos antiguos, como un papiro lleno de misterios entrelazados. Al observarla detenidamente, uno podría sentir el eco de la masonería, una presencia sutil, pero palpable, que se desliza entre las líneas y los relieves. Sin embargo, como las estrellas que se esconden tras las nubes en una noche de verano, la conexión no es del todo evidente, como si el dueño de esta morada guardara un secreto más profundo en el silencio de su alma.

Quizás, en los pliegues de su historia, se encuentre el rastro de las logias salvajes, herederas de una tradición libre y sin ataduras, donde los corazones se unen en un baile de ideas y sueños sin límites. La cueva, testigo silencioso de tiempos pasados, guarda entre sus paredes el eco de los secretos que fueron sellados antes de la tormenta de la guerra civil española, solo para renacer de nuevo en la oscuridad a través de un butrón, como una flor que se abre paso entre las grietas del asfalto.

En cada piedra, en cada sombra que se desliza por la fachada, se oculta una historia por descubrir, un enigma por resolver. Y aunque la entrada pueda haber cambiado con el paso del tiempo, el misterio que envuelve a esta casa permanece intacto, como un tesoro oculto, esperando ser descubierto por aquellos que se atrevan a adentrarse en sus secretos más profundos.

En el corazón de la cueva, donde las sombras danzan al ritmo de antiguos misterios, se alzan once columnas como guardianas del orden en medio del caos. Cada una, un símbolo de fuerza y determinación, como los pilares que sostienen el universo en su eterna danza cósmica. Pero es en el centro, donde el silencio se vuelve más profundo y el misterio palpita con más intensidad, donde reposa una columna solitaria, un testigo silencioso del movimiento eterno del cosmos.

Esta columna central, como una rotonda en la senda del buscador de la trascendencia, es el símbolo de la «Rueda», el epicentro alrededor del cual giran los destinos y se entrelazan los hilos del tiempo. Es el punto de partida en el camino hacia la eternidad, donde nacimiento, muerte y resurrección se entrelazan en un ciclo sin fin.

Desde el punto antropológico, sumergido en la tradición oral y las escasas pruebas tangibles que tenemos, podemos vislumbrar los senderos que recorre la historia esotérica de la cueva de la Yedra. En la Mesa de Ocaña, siempre han florecido movimientos de la gente cuyas creencias se alejaban del dogma de la iglesia, y la voz del pueblo en Villarrubia habla de reuniones ocultas que se gestaban en las profundidades de esta cueva ancestral. El trasiego de gente en aquel lugar, cuyas acciones aún desconocemos, alimentó las especulaciones, tejiendo una red de historias más o menos exageradas que han llegado hasta nuestros días, como un murmullo en la brisa, como una tradición oral que se niega a desaparecer.

Mercedes Pullman